LA PRIVATIZACIÓN DEL PETRÓLEO:
LAS REFORMAS ESTRUCTURALES EN PERSPECTIVA HISTÓRICA
Se insiste mucho en que la
Reforma Energética legaliza la entrega del petróleo a la iniciativa privada
multinacional, repercutiendo negativamente en las condiciones de vida de la
clase trabajadora mexicana. En realidad esa entrega era ya legal desde que el
recurso fue nacionalizado a finales de los años 30 y que lo ha sido hasta
ahora, sólo que bajo formas jurídicas distintas, definidas por las distintas
fases de la competencia entre capitalistas en cada periodo. Actualmente vivimos
una nueva fase y eso cambia la forma y la intensidad con la que se entrega el
crudo, y a eso responde la reforma. La clase trabajadora debe saber leer esos
cambios para no caer en las estafas de las falsas izquierdas que la llevan una
vez tras otra por el camino de la derrota.
El mito del “estado de bienestar” en México y el capitalismo mundial
Como es sabido, después de que Lázaro Cárdenas, doblegado por la presión de la clase obrera, ordenara la nacionalización del petróleo y la expropiación de las compañías extranjeras, a esto jamás siguió ninguna forma de control obrero de la producción del crudo. Por el contrario, ésta se plegó a las necesidades de la burguesía nacional, valiéndose para ello de la explotación de los trabajadores. Comprender la dinámica del capitalismo mexicano durante su subsiguiente edad dorada, el periodo de la “sustitución de importaciones”, es fundamental para entender por qué desde entonces el petróleo era ya un recurso privatizado que financiaba a la burguesía internacional a través de la subordinación económica de la burguesía nacional.
La sustitución de importaciones, basada en una producción local de bienes primarios y secundarios, forzada por la conversión de las principales economías del mundo en economías de guerra, tenía una limitación clave. La industria nacional podía producir alimentos y algunos bienes de lujo domésticos cuyo consumo, posible por el gasto público del Estado en forma de derechos sociales (salud y educación pública, garantías para el derecho a la vivienda, etc.), alimentó el mercado interno nacional hasta finales de la década de los 50. Sin embargo, esa misma industria estaba tecnológicamente incapacitada para producir sus propios bienes de capital, es decir, máquinas que produjeran máquinas y que dieran continuidad al desarrollo nacional de las fuerzas productivas, satisfaciendo las nuevas demandas que se iban generando por el consumo en ascenso. Entre 1950 y 1969, el porcentaje de bienes de capital de origen nacional se redujo del 74 al 51%.
De ahí que, para adquirir esa tecnología, la burguesía nacional recurriera a su compra en el extranjero, acudiendo para ello al endeudamiento directo o al indirecto, a través de subvenciones estatales financiadas por la deuda pública. Ese tipo de endeudamiento tenía varios efectos sobre la clase trabajadora a escala nacional. En primer lugar, los empresarios mexicanos que se endeudaban directamente en el extranjero tenían que pagar su deuda a crédito, lo que aumentaba de modo permanente sus costos de producción. Es natural que para recuperar una parte de ese margen, lo expropiaran de diversos modos a sus trabajadores, ya fuera reduciendo sus salarios o aumentando o intensificando las jornadas laborales.
Por otro lado, el Estado era incapaz de cubrir el servicio de la deuda sólo con los impuestos. Era necesario mantener para ello la exportación de materias primas baratas que predominaba desde el Porfiriato, lo que a su vez seguía siendo un freno para la industrialización y el desarrollo del mercado interno, por no hablar de que los trabajadores del campo tenían que resignarse a los bajos salarios que permitieran precios razonables para los importadores norteamericanos y europeos. El petróleo nacionalizado no sólo era incapaz de hacer algo por esa población pauperizada, sino que ya desde entonces era parte de las exportaciones que financiaban el pago de la deuda, que para 1970 ascendía a 3,200 millones de dólares. La contradicción está clara: el problema no sólo era que el petróleo no fuera administrado directamente por los trabajadores, sino que el propio Estado y la burguesía lo usaban desde entonces para subsanar las fallas de la clases dominantes a nivel mundial.
En términos globales, esta política se explica por la competencia entre las potencias económicas por controlar los mercados internacionales. Les resultaba fundamental irse deshaciendo de aquellos medios de producción cuyo costo fuera alto y no redundaran en altos beneficios. Es decir, aquellas máquinas que resultaban obsoletas frente a las innovaciones técnicas de sus competidores; fue ese material obsoleto el que llegaba a México a hacer las veces de tecnología de punta. Esto es importante porque, al competir entre sí de esa forma, los capitalistas de las potencias también evitaban la diversificación de sus economías, pues su intención era seguir acaparando cuotas de los mismos mercados en los que se introducían las innovaciones. Para competir con ellas, no sólo tenían que deshacerse de parte de sus medios, sino también reducir sus precios de venta; el resultado era una disminución del margen de ganancia global, debido a un exceso de medios de producción. Al comprar la tecnología obsoleta, la burguesía mexicana sólo adquiría parte de ese exceso, cuyas consecuencias la alcanzarían tarde o temprano, como en efecto ocurrió en la década de los 80.
Pero de momento, la burguesía nacional salvaba sus tasas de ganancia en un festín de corrupción que incluía por supuesto a la cúpula priísta de cada administración lo mismo que a las dirigencias tanto del "sindicato" petrolero como de la CTM, que permanentemente negociaban y aprobaban la deuda pública y la fracción que correría por cuenta de PEMEX. Cuando el déficit público comenzó a repercutir negativamente en el “estado de bienestar” fueron los médicos los primeros afectados que se manifestaron, pero sólo los estudiantes izquierdistas, en 1968, denunciaron con claridad la estafa del sistema.
La crisis mundial de los 70 y las contradicciones mexicanas
Hacia finales de la década de los 60 la economía norteamericana estaba muy dañada. Se mantenía viva gracias a un endeudamiento público inmenso que garantizaba en el corto plazo la capacidad de compra de sus consumidores. Sin embargo, su endeudamiento también subvencionaba a las corporaciones financieras nacionales que invertían fuertes sumas en las empresas europeas que abastecían su propio mercado, cuya capacidad industrial había decaído. En 1973, el conflicto árabe-israelí motivó que la Organización de Países Exportadores de Petróleo subiera a los cielos el precio del crudo y que mantuviera esa política durante casi una década. Eso provocó que la capacidad productiva de EEUU cayera todavía más y tuviera que apoyarse aún más en su sector financiero.
Las ganancias de los países árabes fueron usadas sobre todo para el gasto militar, pero una buena parte de las mismas se canalizó hacia las corporaciones financieras norteamericanas que a su vez los reinvirtieron en forma de préstamos a los gobiernos latinoamericanos. México, que también había subido el precio del crudo, recurrió con entusiasmo a esos préstamos para echar a andar un periodo de crecimiento que no podría sostenerse demasiado tiempo. Para no variar, el incremento de las ganancias por la exportación del petróleo no pudo usarse para el gasto social, sino que desde 1976 se destinó fundamentalmente al pago de la deuda. Como la economía norteamericana no podía salir de la recesión, su gobierno decretó inesperadas alzas del tipo de interés, con lo que el volumen de la deuda se elevó considerablemente. Por otro lado, a principios de la década de los 80 el precio del crudo se desplomó, con lo que se extinguieron las posibilidades de que con las exportaciones bastara para pagar. Para esos años, el Fondo Monetario Internacional impuso a México una serie de políticas de ajuste que implicaban una dureza fiscal sin precedentes, la paulatina reducción de los salarios y la transferencia de los recursos petroleros para el pago de la deuda. Así que la renta petrolera no sólo no era utilizada para el gasto social, sino que además, los negocios que con ella hacían la clase política y la burguesía nacional terminaban minando todavía más la economía de la clase obrera, repercutiendo negativamente en el salario y en los derechos sociales en general.
Es importante entender lo que sucedía con la economía internacional. Si Estados Unidos decidió elevar sus tasas de interés fue porque las ganancias de su sector industrial habían caído muchísimo, pues las importaciones europeas y japonesas prácticamente se habían adueñado de su mercado. Sin embargo, eran sus propios banqueros los que invertían en esas empresas europeas y japonesas, y sólo de ellos podía el Estado obtener los recursos fiscales que no recibía de la industria. Eran los mismos banqueros que habían inundado de préstamos a México y a América Latina y que de ese modo pasaban a los países tercermundistas todas las facturas del consumo estadounidense. Fue entonces la competencia mundial entre capitalistas lo que produjo también la crisis de los años 80 en México, a través de políticas nacionales solapadas por la burguesía local y la clase política a su servicio. De esa manera, el petróleo mexicano no servía para otra cosa que no fuera alimentar esa competencia, no tenía nada que ver ninguna forma de “estado de bienestar” en nuestro país.
El mecanismo se volvió a implementar en la década siguiente, cuando varias instituciones del Estado, incluida PEMEX, vendieron una fortuna en bonos de deuda que colocaron en la Bolsa de Nueva York poco antes de la crisis de 1994. Consiguieron así una gigantesca inversión extranjera en el corto plazo, pero gracias a los “errores” de los políticos del régimen, que no eran sino evidentes arreglos con los acreedores, se pactó bajo condiciones excesivamente riesgosas. Las fugas de capitales y el consecuente ensanchamiento de la deuda al final de ese fatídico año (que ascendía a 180 mil millones de dólares) fueron pagadas también, como sabemos, por la clase trabajadora. En esa ocasión, el rescate norteamericano de la economía nacional fue cobrado con la ola de privatizaciones de los años 90, cuyos efectos conocemos de sobra. No hay que soslayar el hecho de que una parte del equipo del entonces presidente Carlos Salinas de Gortari, asesora hoy a Andrés Manuel López Obrador.
La trampa del Cardenismo y la situación actual
Durante todo este tiempo, la clase trabajadora y en particular los trabajadores petroleros, fueron incapaces de oponer resistencia alguna a estos procesos de privatización y entrega del petróleo. Esto se debe a que durante el Cardenismo, la nacionalización del crudo fue la otra cara de la subordinación institucional de los obreros y campesinos de todo el país. Como es bien sabido, mediante la CTM, la CNC y la CNOP, Cárdenas orilló a todos los trabajadores a agremiarse en sindicatos verticales y controlados desde arriba por el Estado, si es que querían mantenerse organizados. De esa forma, el presidente se cobraba el “gran” favor de la nacionalización, que como hemos visto era en verdad muy flaco. En los años posteriores, los sindicatos corporativos afiliados al partido del régimen fueron sistemáticamente despojados de cualquier vida democrática y convertidos en su totalidad en meros mecanismos de control y vigilancia.
En este sistema, como lo hemos descrito, la forma nacionalizada de la privatización coexiste con el control corporativo de la clase obrera. Hasta cierto punto, podemos decir que son dos procesos que se complementan el uno al otro: para que la burguesía nacional administre el reparto de los excedentes petroleros entre ella y la burguesía internacional, es necesario que la industria misma tenga un carácter nacional y que sus trabajadores sean empleados y controlados bajo los estándares nacionales de contratación y dominación de clase. Sin embargo, hoy en día la competencia mundial entre los capitalistas ha entrado en una nueva fase, en la que esos sistemas nacionales de administración y control están resultando demasiado costosos para los grandes capitales mundiales. Como hemos dicho antes, la misma competencia entre los ricos provoca que sus tasas de ganancia sean cada vez más pequeñas, lo que los lleva a bajar los costos de producción. Por supuesto, bajar los salarios y las formas de compensación social establecidas por las burguesías nacionales en los países productores es una forma muy socorrida. Esto implica alterar las formas nacionales de administración de los recursos y, desde luego, quitarle el poder a las mismas burguesías nacionales. En ese sentido, la reciente reforma energética sí implica una desnacionalización del petróleo, pero no su privatización, pues no se puede privatizar algo que ya estaba privatizado.
Esto no quiere decir que la desnacionalización no sea grave para los trabajadores. En efecto, al destruir el sistema nacional de administración del recurso (PEMEX) se hace posible el despido de cientos de miles de obreros, pues los nuevos dueños del petróleo no están dispuestos a seguir costeando las compensaciones sociales que éstos recibían en el viejo régimen. Al mismo tiempo, el brutal empobrecimiento que ha vivido la población mexicana en las últimas décadas ha producido un inmenso ejército de desempleados dispuestos a ocupar las nuevas vacantes a cambio de salarios miserables y sin prestación social alguna. El nuevo régimen de empleo que permitirá contratarlos de esa manera está servido por la Reforma Laboral aprobada hace tres años.
Ahora bien, los trabajadores petroleros tienen que tener claro que si hoy el Estado puede echarlos a la calle sin encontrar oposición significativa, esto se debe a la sobrevivencia durante casi 80 años de ese régimen estatal de administración, el mismo que les “garantizaba” un empleo, un salario y unas prestaciones, es el que hoy los despide sin mediar explicación alguna. No hay en él ningún cambio, pues la obediencia al régimen por medio de la cúpula charra ordena hoy que se acate la orden de despido. Pero sobre todo, es justo por la regimentación corporativa sindical, por lo que hoy se ve tan difícil que toda la clase trabajadora responda conjuntamente ante el despido masivo que significará la desnacionalización. Sin embargo, esto no significa que la única forma en que puede evitarse tal despido masivo no sea una llamada general a la organización de todos los trabajadores del país para defender los intereses de todos.
En ese sentido, es necesario entender que el discurso sobre la “privatización” ha sido desenvainado por la propia burguesía nacional, que de ese modo pretende santificar el régimen de explotación anterior a la reforma para que los trabajadores luchen por la nacionalización, como si ésta fuera lo contrario a la privatización y no simplemente, como lo hemos visto hasta ahora, una forma de la misma. Volver a ese régimen es volver a una situación en la que la mayor parte del petróleo sólo satisface las necesidades de los ricos, mientras que los obreros pueden ser despedidos en cualquier momento, según lo disponga la fase en que se encuentre la competencia entre capitalistas. Lo que es necesario es el control obrero de la producción y la distribución del recurso; no volver al régimen Cardenista, sino hacer realidad lo que no consiguieron los trabajadores subyugados por Cárdenas.
El triunfo del proletariado implica entonces una lucha obrera en dos sentidos. En primer lugar, debe superar la forma en que la burguesía nacional, antes de la Reforma Energética, administraba el petróleo. Es decir, tiene que superar la nacionalización en nombre del control obrero de la producción y la distribución. En segundo lugar, tiene que superar la forma en que la misma burguesía nacional controlaba a la fuerza de trabajo en el mismo periodo. Es decir que tiene que destruir el corporativismo y superar el gremialismo y comprender que la lucha por sus intereses es la misma que la lucha por los intereses de todos los demás trabajadores. Superar entonces el populismo nacionalista de Morena y sus caudillos, apadrinados por los mexicanos ricos de Monterrey compañía, y superar el gremialismo de toda la vida, hoy sostenido por sindicatos leales a Morena y al resto de los partidos patronales que compiten en las elecciones.
El mito del “estado de bienestar” en México y el capitalismo mundial
Como es sabido, después de que Lázaro Cárdenas, doblegado por la presión de la clase obrera, ordenara la nacionalización del petróleo y la expropiación de las compañías extranjeras, a esto jamás siguió ninguna forma de control obrero de la producción del crudo. Por el contrario, ésta se plegó a las necesidades de la burguesía nacional, valiéndose para ello de la explotación de los trabajadores. Comprender la dinámica del capitalismo mexicano durante su subsiguiente edad dorada, el periodo de la “sustitución de importaciones”, es fundamental para entender por qué desde entonces el petróleo era ya un recurso privatizado que financiaba a la burguesía internacional a través de la subordinación económica de la burguesía nacional.
La sustitución de importaciones, basada en una producción local de bienes primarios y secundarios, forzada por la conversión de las principales economías del mundo en economías de guerra, tenía una limitación clave. La industria nacional podía producir alimentos y algunos bienes de lujo domésticos cuyo consumo, posible por el gasto público del Estado en forma de derechos sociales (salud y educación pública, garantías para el derecho a la vivienda, etc.), alimentó el mercado interno nacional hasta finales de la década de los 50. Sin embargo, esa misma industria estaba tecnológicamente incapacitada para producir sus propios bienes de capital, es decir, máquinas que produjeran máquinas y que dieran continuidad al desarrollo nacional de las fuerzas productivas, satisfaciendo las nuevas demandas que se iban generando por el consumo en ascenso. Entre 1950 y 1969, el porcentaje de bienes de capital de origen nacional se redujo del 74 al 51%.
De ahí que, para adquirir esa tecnología, la burguesía nacional recurriera a su compra en el extranjero, acudiendo para ello al endeudamiento directo o al indirecto, a través de subvenciones estatales financiadas por la deuda pública. Ese tipo de endeudamiento tenía varios efectos sobre la clase trabajadora a escala nacional. En primer lugar, los empresarios mexicanos que se endeudaban directamente en el extranjero tenían que pagar su deuda a crédito, lo que aumentaba de modo permanente sus costos de producción. Es natural que para recuperar una parte de ese margen, lo expropiaran de diversos modos a sus trabajadores, ya fuera reduciendo sus salarios o aumentando o intensificando las jornadas laborales.
Por otro lado, el Estado era incapaz de cubrir el servicio de la deuda sólo con los impuestos. Era necesario mantener para ello la exportación de materias primas baratas que predominaba desde el Porfiriato, lo que a su vez seguía siendo un freno para la industrialización y el desarrollo del mercado interno, por no hablar de que los trabajadores del campo tenían que resignarse a los bajos salarios que permitieran precios razonables para los importadores norteamericanos y europeos. El petróleo nacionalizado no sólo era incapaz de hacer algo por esa población pauperizada, sino que ya desde entonces era parte de las exportaciones que financiaban el pago de la deuda, que para 1970 ascendía a 3,200 millones de dólares. La contradicción está clara: el problema no sólo era que el petróleo no fuera administrado directamente por los trabajadores, sino que el propio Estado y la burguesía lo usaban desde entonces para subsanar las fallas de la clases dominantes a nivel mundial.
En términos globales, esta política se explica por la competencia entre las potencias económicas por controlar los mercados internacionales. Les resultaba fundamental irse deshaciendo de aquellos medios de producción cuyo costo fuera alto y no redundaran en altos beneficios. Es decir, aquellas máquinas que resultaban obsoletas frente a las innovaciones técnicas de sus competidores; fue ese material obsoleto el que llegaba a México a hacer las veces de tecnología de punta. Esto es importante porque, al competir entre sí de esa forma, los capitalistas de las potencias también evitaban la diversificación de sus economías, pues su intención era seguir acaparando cuotas de los mismos mercados en los que se introducían las innovaciones. Para competir con ellas, no sólo tenían que deshacerse de parte de sus medios, sino también reducir sus precios de venta; el resultado era una disminución del margen de ganancia global, debido a un exceso de medios de producción. Al comprar la tecnología obsoleta, la burguesía mexicana sólo adquiría parte de ese exceso, cuyas consecuencias la alcanzarían tarde o temprano, como en efecto ocurrió en la década de los 80.
Pero de momento, la burguesía nacional salvaba sus tasas de ganancia en un festín de corrupción que incluía por supuesto a la cúpula priísta de cada administración lo mismo que a las dirigencias tanto del "sindicato" petrolero como de la CTM, que permanentemente negociaban y aprobaban la deuda pública y la fracción que correría por cuenta de PEMEX. Cuando el déficit público comenzó a repercutir negativamente en el “estado de bienestar” fueron los médicos los primeros afectados que se manifestaron, pero sólo los estudiantes izquierdistas, en 1968, denunciaron con claridad la estafa del sistema.
La crisis mundial de los 70 y las contradicciones mexicanas
Hacia finales de la década de los 60 la economía norteamericana estaba muy dañada. Se mantenía viva gracias a un endeudamiento público inmenso que garantizaba en el corto plazo la capacidad de compra de sus consumidores. Sin embargo, su endeudamiento también subvencionaba a las corporaciones financieras nacionales que invertían fuertes sumas en las empresas europeas que abastecían su propio mercado, cuya capacidad industrial había decaído. En 1973, el conflicto árabe-israelí motivó que la Organización de Países Exportadores de Petróleo subiera a los cielos el precio del crudo y que mantuviera esa política durante casi una década. Eso provocó que la capacidad productiva de EEUU cayera todavía más y tuviera que apoyarse aún más en su sector financiero.
Las ganancias de los países árabes fueron usadas sobre todo para el gasto militar, pero una buena parte de las mismas se canalizó hacia las corporaciones financieras norteamericanas que a su vez los reinvirtieron en forma de préstamos a los gobiernos latinoamericanos. México, que también había subido el precio del crudo, recurrió con entusiasmo a esos préstamos para echar a andar un periodo de crecimiento que no podría sostenerse demasiado tiempo. Para no variar, el incremento de las ganancias por la exportación del petróleo no pudo usarse para el gasto social, sino que desde 1976 se destinó fundamentalmente al pago de la deuda. Como la economía norteamericana no podía salir de la recesión, su gobierno decretó inesperadas alzas del tipo de interés, con lo que el volumen de la deuda se elevó considerablemente. Por otro lado, a principios de la década de los 80 el precio del crudo se desplomó, con lo que se extinguieron las posibilidades de que con las exportaciones bastara para pagar. Para esos años, el Fondo Monetario Internacional impuso a México una serie de políticas de ajuste que implicaban una dureza fiscal sin precedentes, la paulatina reducción de los salarios y la transferencia de los recursos petroleros para el pago de la deuda. Así que la renta petrolera no sólo no era utilizada para el gasto social, sino que además, los negocios que con ella hacían la clase política y la burguesía nacional terminaban minando todavía más la economía de la clase obrera, repercutiendo negativamente en el salario y en los derechos sociales en general.
Es importante entender lo que sucedía con la economía internacional. Si Estados Unidos decidió elevar sus tasas de interés fue porque las ganancias de su sector industrial habían caído muchísimo, pues las importaciones europeas y japonesas prácticamente se habían adueñado de su mercado. Sin embargo, eran sus propios banqueros los que invertían en esas empresas europeas y japonesas, y sólo de ellos podía el Estado obtener los recursos fiscales que no recibía de la industria. Eran los mismos banqueros que habían inundado de préstamos a México y a América Latina y que de ese modo pasaban a los países tercermundistas todas las facturas del consumo estadounidense. Fue entonces la competencia mundial entre capitalistas lo que produjo también la crisis de los años 80 en México, a través de políticas nacionales solapadas por la burguesía local y la clase política a su servicio. De esa manera, el petróleo mexicano no servía para otra cosa que no fuera alimentar esa competencia, no tenía nada que ver ninguna forma de “estado de bienestar” en nuestro país.
El mecanismo se volvió a implementar en la década siguiente, cuando varias instituciones del Estado, incluida PEMEX, vendieron una fortuna en bonos de deuda que colocaron en la Bolsa de Nueva York poco antes de la crisis de 1994. Consiguieron así una gigantesca inversión extranjera en el corto plazo, pero gracias a los “errores” de los políticos del régimen, que no eran sino evidentes arreglos con los acreedores, se pactó bajo condiciones excesivamente riesgosas. Las fugas de capitales y el consecuente ensanchamiento de la deuda al final de ese fatídico año (que ascendía a 180 mil millones de dólares) fueron pagadas también, como sabemos, por la clase trabajadora. En esa ocasión, el rescate norteamericano de la economía nacional fue cobrado con la ola de privatizaciones de los años 90, cuyos efectos conocemos de sobra. No hay que soslayar el hecho de que una parte del equipo del entonces presidente Carlos Salinas de Gortari, asesora hoy a Andrés Manuel López Obrador.
La trampa del Cardenismo y la situación actual
Durante todo este tiempo, la clase trabajadora y en particular los trabajadores petroleros, fueron incapaces de oponer resistencia alguna a estos procesos de privatización y entrega del petróleo. Esto se debe a que durante el Cardenismo, la nacionalización del crudo fue la otra cara de la subordinación institucional de los obreros y campesinos de todo el país. Como es bien sabido, mediante la CTM, la CNC y la CNOP, Cárdenas orilló a todos los trabajadores a agremiarse en sindicatos verticales y controlados desde arriba por el Estado, si es que querían mantenerse organizados. De esa forma, el presidente se cobraba el “gran” favor de la nacionalización, que como hemos visto era en verdad muy flaco. En los años posteriores, los sindicatos corporativos afiliados al partido del régimen fueron sistemáticamente despojados de cualquier vida democrática y convertidos en su totalidad en meros mecanismos de control y vigilancia.
En este sistema, como lo hemos descrito, la forma nacionalizada de la privatización coexiste con el control corporativo de la clase obrera. Hasta cierto punto, podemos decir que son dos procesos que se complementan el uno al otro: para que la burguesía nacional administre el reparto de los excedentes petroleros entre ella y la burguesía internacional, es necesario que la industria misma tenga un carácter nacional y que sus trabajadores sean empleados y controlados bajo los estándares nacionales de contratación y dominación de clase. Sin embargo, hoy en día la competencia mundial entre los capitalistas ha entrado en una nueva fase, en la que esos sistemas nacionales de administración y control están resultando demasiado costosos para los grandes capitales mundiales. Como hemos dicho antes, la misma competencia entre los ricos provoca que sus tasas de ganancia sean cada vez más pequeñas, lo que los lleva a bajar los costos de producción. Por supuesto, bajar los salarios y las formas de compensación social establecidas por las burguesías nacionales en los países productores es una forma muy socorrida. Esto implica alterar las formas nacionales de administración de los recursos y, desde luego, quitarle el poder a las mismas burguesías nacionales. En ese sentido, la reciente reforma energética sí implica una desnacionalización del petróleo, pero no su privatización, pues no se puede privatizar algo que ya estaba privatizado.
Esto no quiere decir que la desnacionalización no sea grave para los trabajadores. En efecto, al destruir el sistema nacional de administración del recurso (PEMEX) se hace posible el despido de cientos de miles de obreros, pues los nuevos dueños del petróleo no están dispuestos a seguir costeando las compensaciones sociales que éstos recibían en el viejo régimen. Al mismo tiempo, el brutal empobrecimiento que ha vivido la población mexicana en las últimas décadas ha producido un inmenso ejército de desempleados dispuestos a ocupar las nuevas vacantes a cambio de salarios miserables y sin prestación social alguna. El nuevo régimen de empleo que permitirá contratarlos de esa manera está servido por la Reforma Laboral aprobada hace tres años.
Ahora bien, los trabajadores petroleros tienen que tener claro que si hoy el Estado puede echarlos a la calle sin encontrar oposición significativa, esto se debe a la sobrevivencia durante casi 80 años de ese régimen estatal de administración, el mismo que les “garantizaba” un empleo, un salario y unas prestaciones, es el que hoy los despide sin mediar explicación alguna. No hay en él ningún cambio, pues la obediencia al régimen por medio de la cúpula charra ordena hoy que se acate la orden de despido. Pero sobre todo, es justo por la regimentación corporativa sindical, por lo que hoy se ve tan difícil que toda la clase trabajadora responda conjuntamente ante el despido masivo que significará la desnacionalización. Sin embargo, esto no significa que la única forma en que puede evitarse tal despido masivo no sea una llamada general a la organización de todos los trabajadores del país para defender los intereses de todos.
En ese sentido, es necesario entender que el discurso sobre la “privatización” ha sido desenvainado por la propia burguesía nacional, que de ese modo pretende santificar el régimen de explotación anterior a la reforma para que los trabajadores luchen por la nacionalización, como si ésta fuera lo contrario a la privatización y no simplemente, como lo hemos visto hasta ahora, una forma de la misma. Volver a ese régimen es volver a una situación en la que la mayor parte del petróleo sólo satisface las necesidades de los ricos, mientras que los obreros pueden ser despedidos en cualquier momento, según lo disponga la fase en que se encuentre la competencia entre capitalistas. Lo que es necesario es el control obrero de la producción y la distribución del recurso; no volver al régimen Cardenista, sino hacer realidad lo que no consiguieron los trabajadores subyugados por Cárdenas.
El triunfo del proletariado implica entonces una lucha obrera en dos sentidos. En primer lugar, debe superar la forma en que la burguesía nacional, antes de la Reforma Energética, administraba el petróleo. Es decir, tiene que superar la nacionalización en nombre del control obrero de la producción y la distribución. En segundo lugar, tiene que superar la forma en que la misma burguesía nacional controlaba a la fuerza de trabajo en el mismo periodo. Es decir que tiene que destruir el corporativismo y superar el gremialismo y comprender que la lucha por sus intereses es la misma que la lucha por los intereses de todos los demás trabajadores. Superar entonces el populismo nacionalista de Morena y sus caudillos, apadrinados por los mexicanos ricos de Monterrey compañía, y superar el gremialismo de toda la vida, hoy sostenido por sindicatos leales a Morena y al resto de los partidos patronales que compiten en las elecciones.