Mujeres manifestando en febrero de 1917. Traducción del cartel: Agréguenle a la porción de comida para las familias de los soldados protectores de la libertad y la Paz Mundial. Foto de https://goo.gl/images/5Zd3cL
20 de junio de 2017
El motivo fundamental de la violencia de género es el patriarcado, que entendemos como un sistema social en el que sus unidades nucleares, las familias, son encabezadas por hombres, mismos que en su condición de proveedores de recursos ejercen las principales funciones de mando y poder. En las sociedades patriarcales, esa dominación masculina se traslada a otros ámbitos sociales, fundamentalmente los centros laborales, donde las jefaturas son mayoritariamente ocupadas por hombres, pero sobre todo, donde la imaginaria dicotomía entre sexo débil y fuerte nutre las relaciones de mando y obediencia.
El patriarcado no es ahistórico, no existe como tal en todas las sociedades, independientemente de su grado de desarrollo y de sus formas de producir y distribuir la riqueza. En el Occidente, el patriarcado era una estructura fundamental bajo los regímenes feudales y despóticos tributarios. Esto era así porque la organización familiar permite un control estricto de la fuerza de trabajo y de su reproducción en contextos de escasez real de recursos. Así, puede identificarse que en la Europa medieval, entre los siglos X y XII se consolidó un aparato de control eclesiástico entre cuyas funciones figuraban la autoridad para consagrar y validar los bautizos, los matrimonios, las comuniones, etc., lo que redundaba en un auxilio fundamental para los señores feudales en el control que ejercían sobre los siervos y sobre su reproducción. Desde luego, esos controles consolidaron a la familia patriarcal como unidad central de reproducción y organización de la fuerza de trabajo. En los periodos de crisis, los señores feudales y la Iglesia apretaban las tuercas y disminuían las pocas libertades, como ocurrió a lo largo de todo el periodo y especialmente durante el Renacimiento, época que se caracteriza por una mayor represión sobre las mujeres a través de la hegemonización del llamado “amor romántico” como patrón general a seguir en las relaciones de pareja.
Es un hecho que en la transición al capitalismo, la burguesía no hizo ningún esfuerzo por abolir las arcaicas estructuras de la familia y el matrimonio. Esto es así porque en este modo de producción, en el que la escasez de recursos no es ya real, la burguesía produce una escasez artificial con el fin de maximizar la producción de plusvalor. Como escribió Marx, esto requiere la presencia controlada de una mercancía central: la fuerza de trabajo. Y desde luego, la unidad productora de esa mercancía era y es, por excelencia, la familia. Cuando decimos “reproducción controlada”, nos referimos al hecho de que dicha mercancía debe mantenerse a un precio sustancialmente bajo para que la burguesía pueda extraer de ella el mayor plusvalor posible. Es entonces fundamental que exista un “ejército industrial de reserva”, es decir, una enorme masa de desempleados que estén dispuestos a hacer cualquier trabajo por cualquier salario, por más bajo que sea. Este factor es tan importante para el capitalismo que la burguesía no puede arriesgarse a que las tasas de natalidad nacionales desciendan de modo sensible.
La reproducción de ese ejército depende de la familia. Pero ésta no sólo garantiza directamente su reproducción física, sino que lo hace también indirectamente, a través de su reproducción ideológica. En mayor medida que la escuela, la familia es el principal transmisor de la ideología burguesa entre la sociedad y los individuos. Los niños maman en ella los valores del trabajo, el sacrificio, el individualismo, y el machismo. Todos los sinsentidos culturales de la sociedad burguesa, los lugares comunes que a diario se repiten a sí mismos los proletarios, como “soy pobre porque no me he esforzado suficiente” y demás, son aprendidos en la familia. Por supuesto, el proletario aprende también a ser heterosexual y, por ello, a contribuir a la reproducción del ejército de reserva.
Las familias son patriarcales, lo que quiere decir que en ellas, el proletario que aparece como el agente activo, el que lleva a casa los recursos, tiene la voz de mando. La mujer, como agente pasiva en la recepción de los recursos, está subordinada. Ese papel pasivo es sin embargo una mera apariencia. La administración de los recursos, la educación y cuidado de los niños, el mantenimiento del hogar, entre otras actividades, constituyen trabajos que contribuyen sustancialmente a la reproducción de la fuerza de trabajo. En realidad, ese hecho es bien conocido por la burguesía, al grado de que todo ello está contemplado en el salario del obrero, que no sólo cubre sus propios gastos, sino los de las condiciones totales de su reproducción. Sin embargo, al ser él quien tiene el contrato de compraventa con el patrón, aparenta ser el único ejecutor del trabajo por el cual se cambia el salario. Las consecuencias de esa apariencia son terribles, pues son el origen de la subordinación de la mujer en las relaciones familiares. Las razones de ello son claras: un salario independiente para la mujer, a cambio de su trabajo doméstico, podría alterar la jerarquía que hace funcionar a la familia como productora de fuerza de trabajo.
Desde luego que esa situación típica del patriarcado sufre cambios y reacomodos en función tanto de las luchas de las mujeres para liberarse como de las necesidades del capital. Es un hecho conocido que durante la segunda mitad del siglo XX las mujeres fueron masivamente incorporadas al mercado de trabajo. Ese fenómeno es enormemente complejo y en cada caso es necesario dilucidar si se trató del resultado de las luchas feministas o de las necesidades cambiantes de la clase patronal. Sin embargo, el proceso se vio favorecido enormemente tanto por los procesos de desindustrialización en los países del capitalismo más avanzado, como por los cambios en los modelos de industrialización en el resto. Desde los años 80, por ejemplo, en algunas regiones del Tercer Mundo, la implantación de armadoras y maquiladoras permitió y exigió la incursión de las mujeres en una clase obrera industrial desprovista de derechos laborales. Por otro lado, las condiciones de miseria y de recurrente sobrexplotación en las mismas regiones obligan a las madres y esposas a incrementar el ingreso familiar empleándose formal o informalmente. Debemos tener claro que esto vulnera sólo la superficie de la familia patriarcal sin alterar su estructura nuclear, pues su peso ideológico sigue siendo fundamental y sigue siendo suficiente para que se considere que el trabajo de las mujeres es secundario y complementario respecto al de los hombres, y que sus obligaciones prioritarias son las de la reproducción de la fuerza de trabajo, que sigue realizando sin retribución independiente alguna.
No hay duda de que es la relación de mando y obediencia en el núcleo familiar el origen de la violencia de género. La violencia doméstica del obrero sobre su pareja es una expresión de la violencia que sobre él ejerce el capataz de la fábrica. No es una mera analogía, pues se trata de una violencia que contribuye a la explotación de la mujer como trabajadora “indirecta” al servicio de la burguesía, que la refuerza. El obrero funge entonces como una extensión inconsciente del capataz, pues su propia violencia incrementa la productividad de su cónyuge. Esa violencia, de carácter estructural, termina por proyectarse en todas las esferas no familiares del mundo capitalista. La mujer es considerada como el objeto pasivo y receptor, por lo tanto débil, que puede y deber ser violentamente agredido para que la sociedad funcione. Una mujer que no cumple con sus tareas específicas en el capitalismo patriarcal es entonces una mujer más proclive a sufrir esa violencia. O en todo caso, la agresión violenta hacia cualquier mujer puede justificarse con ello. Obligarla a cumplirlas violándola, o castigándola por no hacerlo matándola, son explicaciones plausibles de los fenómenos masivos de la violación y el feminicidio, justificados por el Estado y la policía, y de hecho por la opinión pública, con argumentos del tipo “la víctima tenía muchas parejas… llevaba una vida ligera…” etc.
A esto responden, con toda seguridad, los miles de feminicidios que ocurren cada año en nuestro país. Particularmente en zonas obreras como Ciudad Juárez o los municipios más marginales del Estado de México, las mujeres trabajadores se ven expuestas a una violencia de género alarmante al menos desde los años 90. Si como hemos dicho, se trata de mujeres que por necesidad han alterado la forma más clásica de la familia patriarcal, aunque sigan cumpliendo con su función en ella, esa violencia representa la venganza de la sociedad machista contra ellas y su osadía de descuidar, aunque sólo de forma, sus labores en la reproducción de la fuerza de trabajo. No es ninguna casualidad que, como pudieron documentarlo algunos periodistas a finales de la década de 1990, los hijos millonarios de los dueños de las maquiladoras estuvieran involucrados en la infame ola de feminicidios que por entonces azotó Ciudad Juárez, unos crímenes cuyo contenido de clase no puede negarse. Pero no hay necesidad de que los perpetradores sean burgueses para que los asesinatos y la violencia de género tengan ese cariz clasista, lo que hay que entender es que aunque el victimario sea un proletario, quien se beneficia es la burguesía. Así es como debemos entender la terrible situación que viven ahora tanto las mujeres proletarias de Ecatepec, como el cada vez más intimidante contexto denunciado por las mujeres de clase media de la Ciudad de México y otras urbes.
Conclusiones
Debemos concluir de esto algunas aseveraciones fundamentales que nos orienten en la lucha contra el fenómeno de la violencia de género. Las víctimas de ella son centralmente las mujeres. Sin embargo, de ahí no se sigue que sus beneficiarios sean los hombres. Quien se beneficia de esa violencia es la burguesía, que obtiene de ella la productividad necesaria en la reproducción de la fuerza de trabajo. Aunque desde luego, en términos inmediatos, los hombres en general obtienen poder, este poder sólo sirve para consolidar y reproducir su propia explotación, su propia dominación y su propia miseria. Para entender esto es necesario rechazar concepciones inmediatistas y esforzarnos por entender el problema en su dimensión civilizatoria: el patriarcado impide la realización de las potencialidades humanas de toda la clase trabajadora y no solamente la de las mujeres. Pensar otra cosa, pensar que los hombres se realizan realmente en el ejercicio de ese poder, equivale a pensar que la realización de las mujeres es también el ejercicio de un poder semejante. En realidad, ninguno de los dos sexos obtiene beneficio alguno de la explotación capitalista, a menos que consideremos como beneficios lo que la burguesía ha nombrado de ese modo.
De esto se sigue que es un error concebir la lucha contra el patriarcado como una lucha entre mujeres y hombres. Es cierto que la proyección de la violencia doméstica de la clase trabajadora en las esferas no familiares produce esa imagen, la de hombres agrediendo a mujeres sin otro motivo que la diferencia sexual. Pero aislar esta imagen de su contexto real, en el cual la violencia de género tiene por motivo la reproducción del capital, genera una idea falsa y parcial que conlleva a soluciones falsas y parciales. Estas soluciones van desde la segregación en el transporte público o el incremento de la vigilancia policial, a las políticas del feminismo separatista que no conciben razón alguna por la que los hombres puedan y deban luchar contra el patriarcado. No hay duda de que detrás de esto hay condicionamientos de clase. Las mujeres que sólo sufren las expresiones más superficiales de la violencia de género, que nunca han realizado sistemáticamente el trabajo doméstico impago, que no tienen idea de lo que es ganar sueldos inferiores en las maquilas bajo la violencia sexual del patrón, tenderán a interesarse poco o nada por aquellos aspectos estructurales del patriarcado contra los cuales los trabajadores hombres tienen los mismos intereses.
Sobre todo, debe concluirse que la matriz de la violencia de género es esencialmente la misma que la de la explotación capitalista: la producción de plusvalor. El capitalismo requiere lo mismo obreros en las fábricas que mujeres en las casas de los obreros, no puede prescindir de ninguno de los dos elementos. Sin embargo, contra este carácter estructural del patriarcado, el feminismo de nuestros días no hace sino invocar concepciones y medidas pequeñoburguesas que no contribuyen en nada a su combate. En particular, se ha enfrascado en una concepción culturalista del machismo que sugiere que éste se acabará si se combaten una a una sus expresiones culturales. Así, si se suprimen las canciones que incitan a la violencia de género, o si se usa un lenguaje que no denigre a la mujer, el problema se esfumará. Bajo el argumento de que la cultura “normaliza” este tipo de violencia, el feminismo está renunciando a cualquier lucha política que trascienda los ámbitos culturales. Pero como lo hemos explicado, la violencia de género es “normal” en el capitalismo, pues es necesaria para la reproducción de la fuerza de trabajo. Lo normal no requiere ser normalizado, y sus expresiones culturales no son otra cosa que sus expresiones mercantiles, determinadas por la demanda de mercancía machista que genera un público estructuralmente machista. Desde luego, la disputa cultural es la favorita del feminismo de academia, pues escribir un artículo contra Vicente Fernández que leerán un par de especialistas puede bien considerarse una acción política radical, siempre y cuando el artículo en cuestión tenga las suficientes arrobas y la suficiente fraseología posmoderna. No es necesario ir con las mujeres obreras ni con las madres de familia de los barrios marginados, ni mucho menos luchar con ellas codo a codo. Lo inútil de la disputa cultural en la lucha contra el patriarcado salta a la vista de inmediato y es directamente proporcional a lo inútil que es en la lucha contra el capitalismo.
Pese a todo lo anterior, organizaciones que se dicen socialistas han claudicado a las posiciones burguesas del feminismo y han formado agrupaciones de mujeres que intervienen sistemáticamente en ese movimiento. Tal es el caso del Movimiento de los Trabajadores Socialistas y del Grupo Acción Revolucionaria. Lamentablemente, con esa política estos pseudomarxistas han sembrado falsas esperanzas en las mujeres que, hartas del machismo, pretenden transformar la realidad de modo activo y organizado. Participar de un movimiento que constantemente exige la intervención punitiva del Estado y en el que son cada vez más fuertes las tendencias que rechazan a los trabajadores hombres como sus enemigos es cualquier cosa menos socialismo.
No negamos, por otro lado, que el combate al machismo sea un aspecto central al interior de las organizaciones comunistas. Sin embargo, nosotros entendemos esto de modo distinto a como lo entienden tanto el MTS como el feminismo burgués al que esa organización se adscribe. Para nosotros, el machismo es un problema que impide la participación democrática y equitativa de las mujeres, mermando significativamente la capacidad política de las organizaciones, y esa es la razón central por la que debe combatirse. En ese sentido, las organizaciones deben asegurarse de que exista una absoluta equidad de género y de que de ningún modo la voz de las mujeres pueda considerarse secundaria. Por supuesto, también sostenemos que acciones machistas como violaciones y abusos sexuales deben ser castigados con completo rigor, y que ninguna denuncia en ese sentido debe ser mínimamente desestimada. Para nosotros, esos casos deben de juzgarse por tribunales instaurados por el propio movimiento obrero, con absoluta independencia de las instituciones del Estado. De este modo, se garantizarán tanto el derecho a la denuncia como la presunción de inocencia. Por el contrario, la alternativa de la justicia burguesa presupone el aplastamiento de alguna de las dos prerrogativas. Ahora bien, consideramos que la vigilancia y la punición de la vida emocional de los militantes constituye una política idealista sin ningún sustento en el marxismo, una capitulación ante las formas más reaccionarias de la represión sexual que el feminismo ha hecho suyas y que conciben a las mujeres como seres irracionales e incapaces de sobrellevar sus relaciones sin la ayuda de una autoridad con jurisdicción sobre ellas.
Si entendemos el fundamento capitalista del patriarcado entendemos también que la lucha en su contra no es distinta de la lucha contra el capitalismo. No hay entonces una lucha especial contra el machismo, separada de la lucha contra el capital. El feminismo ha creado ese espejismo y lo ha hecho por razones históricas diversas, unas veces con motivos más comprensibles que otras. Pero en nuestro tiempo, cuando la violencia de género está alcanzado índices catastróficos, se vuelve cada vez más evidente que ninguna solución parcial puede siquiera ser duradera. Para destruir esa violencia hay que destruir a quien se beneficia de ella, y quien se beneficia de ella es la burguesía. Para destruir a esa clase hay destruir las relaciones sociales que las sostienen, y esas relaciones son las de la explotación capitalista. Entonces, la lucha que acabará con la violencia de género, la que realizará de una vez por todas la emancipación de la mujer, es la lucha por la expropiación de los medios de producción, es la lucha por el socialismo.
El motivo fundamental de la violencia de género es el patriarcado, que entendemos como un sistema social en el que sus unidades nucleares, las familias, son encabezadas por hombres, mismos que en su condición de proveedores de recursos ejercen las principales funciones de mando y poder. En las sociedades patriarcales, esa dominación masculina se traslada a otros ámbitos sociales, fundamentalmente los centros laborales, donde las jefaturas son mayoritariamente ocupadas por hombres, pero sobre todo, donde la imaginaria dicotomía entre sexo débil y fuerte nutre las relaciones de mando y obediencia.
El patriarcado no es ahistórico, no existe como tal en todas las sociedades, independientemente de su grado de desarrollo y de sus formas de producir y distribuir la riqueza. En el Occidente, el patriarcado era una estructura fundamental bajo los regímenes feudales y despóticos tributarios. Esto era así porque la organización familiar permite un control estricto de la fuerza de trabajo y de su reproducción en contextos de escasez real de recursos. Así, puede identificarse que en la Europa medieval, entre los siglos X y XII se consolidó un aparato de control eclesiástico entre cuyas funciones figuraban la autoridad para consagrar y validar los bautizos, los matrimonios, las comuniones, etc., lo que redundaba en un auxilio fundamental para los señores feudales en el control que ejercían sobre los siervos y sobre su reproducción. Desde luego, esos controles consolidaron a la familia patriarcal como unidad central de reproducción y organización de la fuerza de trabajo. En los periodos de crisis, los señores feudales y la Iglesia apretaban las tuercas y disminuían las pocas libertades, como ocurrió a lo largo de todo el periodo y especialmente durante el Renacimiento, época que se caracteriza por una mayor represión sobre las mujeres a través de la hegemonización del llamado “amor romántico” como patrón general a seguir en las relaciones de pareja.
Es un hecho que en la transición al capitalismo, la burguesía no hizo ningún esfuerzo por abolir las arcaicas estructuras de la familia y el matrimonio. Esto es así porque en este modo de producción, en el que la escasez de recursos no es ya real, la burguesía produce una escasez artificial con el fin de maximizar la producción de plusvalor. Como escribió Marx, esto requiere la presencia controlada de una mercancía central: la fuerza de trabajo. Y desde luego, la unidad productora de esa mercancía era y es, por excelencia, la familia. Cuando decimos “reproducción controlada”, nos referimos al hecho de que dicha mercancía debe mantenerse a un precio sustancialmente bajo para que la burguesía pueda extraer de ella el mayor plusvalor posible. Es entonces fundamental que exista un “ejército industrial de reserva”, es decir, una enorme masa de desempleados que estén dispuestos a hacer cualquier trabajo por cualquier salario, por más bajo que sea. Este factor es tan importante para el capitalismo que la burguesía no puede arriesgarse a que las tasas de natalidad nacionales desciendan de modo sensible.
La reproducción de ese ejército depende de la familia. Pero ésta no sólo garantiza directamente su reproducción física, sino que lo hace también indirectamente, a través de su reproducción ideológica. En mayor medida que la escuela, la familia es el principal transmisor de la ideología burguesa entre la sociedad y los individuos. Los niños maman en ella los valores del trabajo, el sacrificio, el individualismo, y el machismo. Todos los sinsentidos culturales de la sociedad burguesa, los lugares comunes que a diario se repiten a sí mismos los proletarios, como “soy pobre porque no me he esforzado suficiente” y demás, son aprendidos en la familia. Por supuesto, el proletario aprende también a ser heterosexual y, por ello, a contribuir a la reproducción del ejército de reserva.
Las familias son patriarcales, lo que quiere decir que en ellas, el proletario que aparece como el agente activo, el que lleva a casa los recursos, tiene la voz de mando. La mujer, como agente pasiva en la recepción de los recursos, está subordinada. Ese papel pasivo es sin embargo una mera apariencia. La administración de los recursos, la educación y cuidado de los niños, el mantenimiento del hogar, entre otras actividades, constituyen trabajos que contribuyen sustancialmente a la reproducción de la fuerza de trabajo. En realidad, ese hecho es bien conocido por la burguesía, al grado de que todo ello está contemplado en el salario del obrero, que no sólo cubre sus propios gastos, sino los de las condiciones totales de su reproducción. Sin embargo, al ser él quien tiene el contrato de compraventa con el patrón, aparenta ser el único ejecutor del trabajo por el cual se cambia el salario. Las consecuencias de esa apariencia son terribles, pues son el origen de la subordinación de la mujer en las relaciones familiares. Las razones de ello son claras: un salario independiente para la mujer, a cambio de su trabajo doméstico, podría alterar la jerarquía que hace funcionar a la familia como productora de fuerza de trabajo.
Desde luego que esa situación típica del patriarcado sufre cambios y reacomodos en función tanto de las luchas de las mujeres para liberarse como de las necesidades del capital. Es un hecho conocido que durante la segunda mitad del siglo XX las mujeres fueron masivamente incorporadas al mercado de trabajo. Ese fenómeno es enormemente complejo y en cada caso es necesario dilucidar si se trató del resultado de las luchas feministas o de las necesidades cambiantes de la clase patronal. Sin embargo, el proceso se vio favorecido enormemente tanto por los procesos de desindustrialización en los países del capitalismo más avanzado, como por los cambios en los modelos de industrialización en el resto. Desde los años 80, por ejemplo, en algunas regiones del Tercer Mundo, la implantación de armadoras y maquiladoras permitió y exigió la incursión de las mujeres en una clase obrera industrial desprovista de derechos laborales. Por otro lado, las condiciones de miseria y de recurrente sobrexplotación en las mismas regiones obligan a las madres y esposas a incrementar el ingreso familiar empleándose formal o informalmente. Debemos tener claro que esto vulnera sólo la superficie de la familia patriarcal sin alterar su estructura nuclear, pues su peso ideológico sigue siendo fundamental y sigue siendo suficiente para que se considere que el trabajo de las mujeres es secundario y complementario respecto al de los hombres, y que sus obligaciones prioritarias son las de la reproducción de la fuerza de trabajo, que sigue realizando sin retribución independiente alguna.
No hay duda de que es la relación de mando y obediencia en el núcleo familiar el origen de la violencia de género. La violencia doméstica del obrero sobre su pareja es una expresión de la violencia que sobre él ejerce el capataz de la fábrica. No es una mera analogía, pues se trata de una violencia que contribuye a la explotación de la mujer como trabajadora “indirecta” al servicio de la burguesía, que la refuerza. El obrero funge entonces como una extensión inconsciente del capataz, pues su propia violencia incrementa la productividad de su cónyuge. Esa violencia, de carácter estructural, termina por proyectarse en todas las esferas no familiares del mundo capitalista. La mujer es considerada como el objeto pasivo y receptor, por lo tanto débil, que puede y deber ser violentamente agredido para que la sociedad funcione. Una mujer que no cumple con sus tareas específicas en el capitalismo patriarcal es entonces una mujer más proclive a sufrir esa violencia. O en todo caso, la agresión violenta hacia cualquier mujer puede justificarse con ello. Obligarla a cumplirlas violándola, o castigándola por no hacerlo matándola, son explicaciones plausibles de los fenómenos masivos de la violación y el feminicidio, justificados por el Estado y la policía, y de hecho por la opinión pública, con argumentos del tipo “la víctima tenía muchas parejas… llevaba una vida ligera…” etc.
A esto responden, con toda seguridad, los miles de feminicidios que ocurren cada año en nuestro país. Particularmente en zonas obreras como Ciudad Juárez o los municipios más marginales del Estado de México, las mujeres trabajadores se ven expuestas a una violencia de género alarmante al menos desde los años 90. Si como hemos dicho, se trata de mujeres que por necesidad han alterado la forma más clásica de la familia patriarcal, aunque sigan cumpliendo con su función en ella, esa violencia representa la venganza de la sociedad machista contra ellas y su osadía de descuidar, aunque sólo de forma, sus labores en la reproducción de la fuerza de trabajo. No es ninguna casualidad que, como pudieron documentarlo algunos periodistas a finales de la década de 1990, los hijos millonarios de los dueños de las maquiladoras estuvieran involucrados en la infame ola de feminicidios que por entonces azotó Ciudad Juárez, unos crímenes cuyo contenido de clase no puede negarse. Pero no hay necesidad de que los perpetradores sean burgueses para que los asesinatos y la violencia de género tengan ese cariz clasista, lo que hay que entender es que aunque el victimario sea un proletario, quien se beneficia es la burguesía. Así es como debemos entender la terrible situación que viven ahora tanto las mujeres proletarias de Ecatepec, como el cada vez más intimidante contexto denunciado por las mujeres de clase media de la Ciudad de México y otras urbes.
Conclusiones
Debemos concluir de esto algunas aseveraciones fundamentales que nos orienten en la lucha contra el fenómeno de la violencia de género. Las víctimas de ella son centralmente las mujeres. Sin embargo, de ahí no se sigue que sus beneficiarios sean los hombres. Quien se beneficia de esa violencia es la burguesía, que obtiene de ella la productividad necesaria en la reproducción de la fuerza de trabajo. Aunque desde luego, en términos inmediatos, los hombres en general obtienen poder, este poder sólo sirve para consolidar y reproducir su propia explotación, su propia dominación y su propia miseria. Para entender esto es necesario rechazar concepciones inmediatistas y esforzarnos por entender el problema en su dimensión civilizatoria: el patriarcado impide la realización de las potencialidades humanas de toda la clase trabajadora y no solamente la de las mujeres. Pensar otra cosa, pensar que los hombres se realizan realmente en el ejercicio de ese poder, equivale a pensar que la realización de las mujeres es también el ejercicio de un poder semejante. En realidad, ninguno de los dos sexos obtiene beneficio alguno de la explotación capitalista, a menos que consideremos como beneficios lo que la burguesía ha nombrado de ese modo.
De esto se sigue que es un error concebir la lucha contra el patriarcado como una lucha entre mujeres y hombres. Es cierto que la proyección de la violencia doméstica de la clase trabajadora en las esferas no familiares produce esa imagen, la de hombres agrediendo a mujeres sin otro motivo que la diferencia sexual. Pero aislar esta imagen de su contexto real, en el cual la violencia de género tiene por motivo la reproducción del capital, genera una idea falsa y parcial que conlleva a soluciones falsas y parciales. Estas soluciones van desde la segregación en el transporte público o el incremento de la vigilancia policial, a las políticas del feminismo separatista que no conciben razón alguna por la que los hombres puedan y deban luchar contra el patriarcado. No hay duda de que detrás de esto hay condicionamientos de clase. Las mujeres que sólo sufren las expresiones más superficiales de la violencia de género, que nunca han realizado sistemáticamente el trabajo doméstico impago, que no tienen idea de lo que es ganar sueldos inferiores en las maquilas bajo la violencia sexual del patrón, tenderán a interesarse poco o nada por aquellos aspectos estructurales del patriarcado contra los cuales los trabajadores hombres tienen los mismos intereses.
Sobre todo, debe concluirse que la matriz de la violencia de género es esencialmente la misma que la de la explotación capitalista: la producción de plusvalor. El capitalismo requiere lo mismo obreros en las fábricas que mujeres en las casas de los obreros, no puede prescindir de ninguno de los dos elementos. Sin embargo, contra este carácter estructural del patriarcado, el feminismo de nuestros días no hace sino invocar concepciones y medidas pequeñoburguesas que no contribuyen en nada a su combate. En particular, se ha enfrascado en una concepción culturalista del machismo que sugiere que éste se acabará si se combaten una a una sus expresiones culturales. Así, si se suprimen las canciones que incitan a la violencia de género, o si se usa un lenguaje que no denigre a la mujer, el problema se esfumará. Bajo el argumento de que la cultura “normaliza” este tipo de violencia, el feminismo está renunciando a cualquier lucha política que trascienda los ámbitos culturales. Pero como lo hemos explicado, la violencia de género es “normal” en el capitalismo, pues es necesaria para la reproducción de la fuerza de trabajo. Lo normal no requiere ser normalizado, y sus expresiones culturales no son otra cosa que sus expresiones mercantiles, determinadas por la demanda de mercancía machista que genera un público estructuralmente machista. Desde luego, la disputa cultural es la favorita del feminismo de academia, pues escribir un artículo contra Vicente Fernández que leerán un par de especialistas puede bien considerarse una acción política radical, siempre y cuando el artículo en cuestión tenga las suficientes arrobas y la suficiente fraseología posmoderna. No es necesario ir con las mujeres obreras ni con las madres de familia de los barrios marginados, ni mucho menos luchar con ellas codo a codo. Lo inútil de la disputa cultural en la lucha contra el patriarcado salta a la vista de inmediato y es directamente proporcional a lo inútil que es en la lucha contra el capitalismo.
Pese a todo lo anterior, organizaciones que se dicen socialistas han claudicado a las posiciones burguesas del feminismo y han formado agrupaciones de mujeres que intervienen sistemáticamente en ese movimiento. Tal es el caso del Movimiento de los Trabajadores Socialistas y del Grupo Acción Revolucionaria. Lamentablemente, con esa política estos pseudomarxistas han sembrado falsas esperanzas en las mujeres que, hartas del machismo, pretenden transformar la realidad de modo activo y organizado. Participar de un movimiento que constantemente exige la intervención punitiva del Estado y en el que son cada vez más fuertes las tendencias que rechazan a los trabajadores hombres como sus enemigos es cualquier cosa menos socialismo.
No negamos, por otro lado, que el combate al machismo sea un aspecto central al interior de las organizaciones comunistas. Sin embargo, nosotros entendemos esto de modo distinto a como lo entienden tanto el MTS como el feminismo burgués al que esa organización se adscribe. Para nosotros, el machismo es un problema que impide la participación democrática y equitativa de las mujeres, mermando significativamente la capacidad política de las organizaciones, y esa es la razón central por la que debe combatirse. En ese sentido, las organizaciones deben asegurarse de que exista una absoluta equidad de género y de que de ningún modo la voz de las mujeres pueda considerarse secundaria. Por supuesto, también sostenemos que acciones machistas como violaciones y abusos sexuales deben ser castigados con completo rigor, y que ninguna denuncia en ese sentido debe ser mínimamente desestimada. Para nosotros, esos casos deben de juzgarse por tribunales instaurados por el propio movimiento obrero, con absoluta independencia de las instituciones del Estado. De este modo, se garantizarán tanto el derecho a la denuncia como la presunción de inocencia. Por el contrario, la alternativa de la justicia burguesa presupone el aplastamiento de alguna de las dos prerrogativas. Ahora bien, consideramos que la vigilancia y la punición de la vida emocional de los militantes constituye una política idealista sin ningún sustento en el marxismo, una capitulación ante las formas más reaccionarias de la represión sexual que el feminismo ha hecho suyas y que conciben a las mujeres como seres irracionales e incapaces de sobrellevar sus relaciones sin la ayuda de una autoridad con jurisdicción sobre ellas.
Si entendemos el fundamento capitalista del patriarcado entendemos también que la lucha en su contra no es distinta de la lucha contra el capitalismo. No hay entonces una lucha especial contra el machismo, separada de la lucha contra el capital. El feminismo ha creado ese espejismo y lo ha hecho por razones históricas diversas, unas veces con motivos más comprensibles que otras. Pero en nuestro tiempo, cuando la violencia de género está alcanzado índices catastróficos, se vuelve cada vez más evidente que ninguna solución parcial puede siquiera ser duradera. Para destruir esa violencia hay que destruir a quien se beneficia de ella, y quien se beneficia de ella es la burguesía. Para destruir a esa clase hay destruir las relaciones sociales que las sostienen, y esas relaciones son las de la explotación capitalista. Entonces, la lucha que acabará con la violencia de género, la que realizará de una vez por todas la emancipación de la mujer, es la lucha por la expropiación de los medios de producción, es la lucha por el socialismo.
Izquierda Revolucionaria Internacionalista
"Llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones"
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